Mudos

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Al lenguaje le llegó su hora final. Perecieron las palabras, idioma por idioma.

Al lenguaje lo asesinaron y clamaron epidemia. Nos mintieron.

Un titiritero se apoderó de los discursos y descartó el resto, lo mató.

A los escritores los enmudecieron. Cercenaron la lengua creativa de sus plumas y los enterraron vivos, debajo restos de estanterías vacías que ya no tienen qué contener.

Bajo tierra se escondieron también las bibliotecas, ya carentes de latidos y faltas de toda vida.

En blanco han quedado las páginas de novelas y ensayos, de dramas y comedias.

A los manuales los cremaron para ahorrar espacio, para enterrar en el olvido todo el trabajo que se había perdido en la masacre.

Corrieron mejor suerte las poesías porque nadie lograba comprenderlas. Las deshilacharon verso a verso y con sus formas tapizaron los ataúdes de biografías descuartizadas.

Los cuentos se dispersaron entre páginas garabateadas, entre ilustraciones vagas y viejas fotografías. Confían en no ser hallados. Planean sobrevivir en las sombras de lo superficial.

Los diccionarios se deshicieron en un océano de olvido. Fueron sumergidos en agua hirviendo para que la tinta abandonara su significado. Algunos murmuran que un joven enamorado rescató a las últimas quince palabras —con sus respectivas definiciones— y las guardó bajo llave en un cofre sellado que le daría a su amada como regalo de boda.

El lenguaje ha perecido. Le ha llegado su apocalipsis prematuro.

Los asesinos han sido los mismos que alguna vez le dieron forma. Todos lo saben. Todos lo ignoran. A nadie le importa.

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