Nora se encontraba con su enamorado cada noche después de cenar. El punto de reunión era en la privacidad de su habitación, bajo la tenue luz amarillenta de un viejo velador.
Se veían a escondidas cuando todos los habitantes del hogar yacían ya en brazos de Morfeo. Eran dos jóvenes amantes que ocupaban sus noches entre sonrisas y suspiros, entre aventuras y anécdotas pasadas.
Leonardo era media década mayor que Nora, pero la edad nunca les había importado. Ella todavía cursaba su último año de secundaria y solo podía pensar en él, soñarlo despierta entre sonrisas disimuladas que escondían el anhelo constante por un nuevo reencuentro.
Durante el día, Leonardo trabajaba en un estudio contable del centro porteño. Por la noche, se dedicaba a su más grande pasión: profesarle a su amada las más emotivas palabras que endulzaran su corazón. Cada sentimiento se plasmaba entre letras y líneas. Perfecto. No había nunca explicaciones demás ni de menos; sus párrafos eran medidos, justos y concisos. Leonardo escribía flechas que apuntaban al corazón de su enamorada y nunca fallaban al blanco.
Cabe aclarar que Nora, al igual que muchas otras chicas de su edad, se había enamorado de un personaje ficticio. El hombre de sus sueños era una simple creación intangible que había nacido en la mente de otra persona, en la imaginación de su mejor amiga. Leonardo era un personaje irreal y su autora, Anabel.
Él era todo lo que Nora siempre había deseado encontrar en una pareja; se trataba de un profesional exitoso con sensibilidad artística. Alguien sincero, pero lógico. Era de todo un poco en la justa medida; atrevido y osado, aunque leal a su mujer. Vestía con elegancia y al mismo tiempo, a la moda —le daba siempre un toque personal a su apariencia—. Era un joven educado, pero rebelde. Alguien capaz de apreciar tanto la música clásica como el rock.
Y era suyo cada noche.
Sí, suyo, porque Anabel lo había creado para Nora. Lo moldeaba día a día para satisfacer la efímera ensoñación de su mejor amiga y el deseo inalcanzable de un romance perfecto.
Leonardo vivía diversas aventuras. Se embarcaba en largos viajes y conocía personajes extravagantes alrededor del mundo. Cientos de cuentos había sobre él. Historias tiernas sobre animales que rescataba, relatos tristes sobre la muerte de algún ser querido, peligrosos robos en las calles porteñas, accidentes en sus viajes y tantas otras anécdotas que seria imposible enumerarlas.
Nunca importó si había mal clima, si Anabel tenía fiebre o si se cortaba la luz. La joven autora siempre encontraba la forma de alegrar a Nora con un nuevo relato que tuviese a su amado como protagonista. Cumplió con su promesa diaria por tres años consecutivos sin fallar siquiera una noche. A veces, la autora hacía trampa y redactaba tres cuentos seguidos para enviarlos en días diferentes en los que le sería imposible sentarse frente a un teclado y otorgarle magia a las palabras. No importaba, lo central era cumplir. Su objetivo principal era dibujar una sonrisa en el rostro de Nora antes que se fuese a dormir, para que en sus sueños volara a los brazos de su amado.
Cuando Anabel se veía imposibilitada a enviar el cuento del día por correo electrónico, llamaba a Nora y le relataba pacientemente cada detalle de la historia, leyendo los párrafos con la pasión que sólo ella era capaz de transmitir; o iba a su casa y se los leía en persona, si no le quedaba otra opción. Vivían a tan solo unos kilómetros de distancia por lo que la caminata nocturna no suponía un sacrificio, sino un riesgo.
Los cuentos estaban siempre narradas en primera persona, en su gran mayoría a modo de cartas del protagonista a su esposa —una mujer anónima que Nora identificaba consigo misma—. La fiel lectora imaginaba a Leonardo, sentado en el escritorio de su habitación en un piso de Puerto Madero (o en el hotel de sus viajes), frente a la ventana que daba al río, relatando con voz seductora las cartas que escribía. Era su hombre soñado, uno de esos que existían solamente en retazos de ficción.
Anabel ponía su alma cada cuento, en cada carta. Cerraba los ojos antes de comenzar a escribir e imaginaba la sonrisa de Nora. Oía en su cabeza el latido del inquieto corazón de su mejor amiga y se sonrojaba al imaginar la felicidad de la lectora a quien dedicaba sus más tiernos sentimientos. Anabel le había prometido a Nora que seguiría escribiendo los cuentos de Leonardo más allá de la secundaria, más allá de la universidad y hasta que el amor de la lectora le diera la fuerza suficiente para convertirlo en un hombre real.
Sin embargo, un secreto guardaba la autora con recelo, con temor; lo escondía entre las sombras de su alma, debajo del manto ficticio de sus cuentos.
Para Anabel, Leonardo siempre tuvo mucho de real y poco de hombre. Sus actitudes y palabras, la forma de escribir y el amor incondicional por Nora eran un claro reflejo del corazón de la escritora.
Cada carta escondía una pieza del rompecabezas, un pequeño fragmento del alma de Anabel y el amor incondicional que sentía por Nora, pero que era incapaz de profesar.
A través de Leonardo, la autora mantenía un romance ficticio, una relación tercerizada y utópica con fuertes pasiones que eran moralmente inconcebibles a los ojos de la sociedad —de cualquier otra manera que no fuese a través de un hombre inventado—.
Leonardo era, de cierta forma, el seudónimo de Anabel; y la esposa anónima, Nora. Ambas jóvenes vivían una ficción doble en la que cada parte comprendía algo diferente, una cara de la moneda.
El cambio de percepciones comenzó durante la noche en la que sucedió lo inevitable y Leonardo fue incapaz de escribir su carta diaria por primera vez.
Cuando la medianoche asomó por la ventana, con la luna en lo alto del firmamento, Nora se preocupó al no tener noticias de su amado. Llamó a Anabel a pesar del horario porque temía que algo hubiese ocurrido.
La escritora no atendió el llamado. No fue falta de cortesía, tampoco miedo. Su voz había escapado como granos de arena entre sus dedos.
El mensaje de texto llegó poco después. “Leonardo está de camino al hospital. Creo que tiene apendicitis. Se disculpa por haberle fallado a su amada.”
Los días pasaron entre soles y tormentas. Una tarde se convirtió en dos; media semana se transformó en un mes y las vacaciones de verano arribaron raudas, pero las cartas de Leonardo seguían sin aparecer entre los correos electrónicos de Nora.
La lectora se sintió abandonada, traicionada. Temía por la muerte de su amado, por la falta de inspiración de Anabel.
No. El problema no era ese.
Lo que Nora extrañaba no eran las aventuras de un personaje ficticio, sino las palabras de Anabel. Lo que anhelaba no era otro encuentro íntimo con el hombre de sus sueños sino la seguridad de una muestra de cariño por parte de la autora.
La lectora dejó de lado sus planes para el tiempo libre y decidió releer cada carta, cada historia enviada por más de tres años. Algunas eran breves, otras extensas. Más de mil eran las aventuras del contador.
Nora permitió que las letras se estamparan con la tinta de su impresora y reemplazó cada nombre. Leonardo pasó a ser Anabel.
Nora releyó. Prestó atención a cada coma y cada punto, se detuvo ante las dulces palabras del personaje y analizó detalles en los que antes no había reparado. Subrayó con colores sus partes preferidas y volvió a releer.
Comprendió entonces que estaba enamorada de las palabras, de lo que ellas transmitían, de los sentimientos de su autora. Las aventuras de Leonardo no eran simplemente un conjunto de cuentos, sino una extensa declaración de amor jamás pronunciada.
Nora estaba perdidamente enamorada de las cartas; de todo lo que Leonardo significaba, del rostro detrás del romance. Cada gesto se correspondía con su autora; desde la personalidad contradictoria entre lo formal y lo rebelde hasta el equilibrio entre lo correcto y lo prohibido. Irreal e imposible, pero tangible al mismo tiempo. Una entidad que desdibujaba el borde entre ficción y realidad.
La moral no importó.
El primer paso lo dio Nora. Respondió a la última carta de Leonardo con sus propios sentimientos. Mantuvo el anonimato de la misma forma que el personaje lo hacía. Ella era ahora la esposa invisible que por primera vez en años se atrevía a redactar una respuesta a su amado y confesarle cada minúsculo sentimiento.
Con el paso del tiempo, Leonardo se convirtió en una sombra siempre presente entre ellas; en un intermediario que seguía escribiendo cuentos a su amada, cartas dirigidas a su mujer que ahora escapaba al anonimato y se llamaba Nora, cartas que Leonardo, con las mismas palabras de siempre, firmaba bajo el seudónimo Anabel.
—FIN—