Y aunque Darío me llamara diez años después, en el medio de la noche, yo contestaría con una sonrisa rosada pintada en la palidez de mi rostro y el bostezo infalible de la persona a la que le han robado el sueño.
Respondería el llamado con miedo y alegría, con emociones encontradas. Sentiría mis manos temblando velozmente; los dedos enredándose entre mis rulos y el anhelo de un reencuentro intangible.
Pero él jamás llamará.
Cuatro meses, cinco semanas y ocho días han pasado desde su partida. Todavía no he tenido noticias suyas, salvo por las fotos que sube a las redes sociales.
Sé que ha regresado de la luna de miel y que empezó a tomar clases de alemán. A veces coloca frases de viejas canciones románticas que en mis sueños me dedica, pero que seguramente son para su esposa.
Cuando estoy solo, sueño despierto con su sonrisa y recuerdo alguna de las tantas anécdotas compartidas. Nuestra amistad duró más de una década en la que numerosas promesas se grabaron bajo mi piel con la firmeza de un tatuaje imborrable. Campamentos y asados, películas y obras de teatro. Partidos de fútbol e incluso tardes de compras. Lo habíamos compartido todo.
Fuimos desconocidos, amigos y hermanos. Fuimos el dúo que nunca se separaba. Compartíamos amistades y festejos. Incluso cumplíamos años la misma semana. Fuimos compinches y consejeros el uno del otro. Nos alentamos en proyectos utópicos y vimos poco a poco como crecíamos y luchábamos por nuestras metas. Nos influenciábamos fácilmente con recomendaciones de libros y películas que sabíamos que al otro le gustarían. Fuimos todo y no fuimos nada. Fuimos dos jóvenes cuyos caminos se cruzaron por causalidad entre la interminable multitud de pasos que transitaban Buenos Aires. Fuimos, pero ya no seremos.
Nuestro romance terminó incluso antes de haber comenzado. Se marchitó sin haber florecido. Ambos sabíamos que nos queríamos, pero yo era el único capaz de enfrentarlo.
Darío se marchó. Arrebatado de mi lado por la crueldad de un destino injusto que encadenó mis sentimientos en una celda de cristal opaco. A Darío se lo llevó el perfume a rosas de una chica que entró en su vida cual mosquito por la ventana. Con sus tacos altos y faldas cortas, Mercedes le otorgó todo aquello que yo no podía darle y succionó todas las palabras que definían nuestra relación.
Las frases nunca salieron de mi garganta, quedando atoradas en el nudo de mi vergüenza. Confiaba en que Darío conocía mis sentimientos de los que incontables veces di señales claras y yo conocía los suyos que asomaban tímidamente en momentos de soledad compartida. Lo nuestro era tácito, pero existía. Estaba allí, detrás de gruesos mantos de falsos intereses y disfraces de amistad.
Él sabía todo. Ignoraba todo. Rechazaba todo.
Darío huyó de Buenos Aires y de mí. De nosotros. Se escapó de sus verdades y su pasado. Escribió una mentira en su rostro y la adornó con excusas que ni él mismo creía.
Hablando con la honestidad más pura y cruda que puedo, dejando de lado todo intento de poesía, les digo que Darío tenía un solo defecto. Era un cobarde.
Se alejó paso a paso, dejando caer ladrillos entre nosotros con la esperanza que yo no notara el muro que comenzaba a formarse.
La gente hablaba. ¿Cómo no hacerlo? “Darío y Julián” pasaron a ser “Darío y Mercedes” y “solo Julián”.
Los amigos en común nos invitaban ahora por separado, como si temiesen que el asunto terminara a los golpes. Pero nosotros no estábamos peleados, y mucho menos enojados.
Mercedes me odiaba. Eso no puedo negarlo. Su respingada nariz captó velozmente el aroma de nuestros corazones y lo tapizó con fragancias importadas.
Y Darío limpiaría un inodoro con la lengua por ella, con tal de evitar una discusión.
Al principio nos hablábamos a escondidas. A mí me daba igual, pero a él se le complicaban las cosas. Me agendó como Rosario en su celular, alegando que era su prima. Me prohibió dejarle mensajes en sus redes sociales y prometió mantenerse en contacto siempre que pudiera.
Darío desapareció.
Una mañana de mayo subió la noticia a internet. Se casaba para luego mudarse a Colombia con su mujer. No recibí invitación de ningún tipo. La excusa fue que la boda era privada, solo para los más allegados; unas trescientas personas entre las que yo no estaba incluido.
Darío me traicionó. Arrancó mis sentimientos de su pecho y los tiró al fuego del asado. Me dejó atrás como a un perro que mordió a su amo.
Y yo, con la cola entre las patas, sigo esperando su llamado.
Porque no importa cuánto tiempo pase, si Darío tiene hijos o nietos. Solo importa que me recuerde a mí, a su Julián, el que estuvo a su lado por más de diez años.
Y aunque Darío me llamara diez años después, en el medio de la noche, yo contestaría con una sonrisa rosada pintada en la palidez de mi rostro y el bostezo infalible de la persona a la que le han robado el sueño.
Respondería el llamado con miedo y alegría, con emociones encontradas. Sentiría mis manos temblando velozmente; los dedos enredándose entre mis rulos y el anhelo de un reencuentro intangible.
Pero él jamás llamará.