Ombre Specchio

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(Un cuento de suspenso/terror infantil)

 

Todo comenzó como una simple broma.

Si bien Iara y yo nos conocíamos desde hacía ya varios años, recién comenzamos a intercambiar palabras hace un par de meses. Un tema de conversación llevó al otro; no nos costó demasiado notar que teníamos varios intereses en común, después de todo, ambas estudiábamos arte en la academia del maestro Pierne en La Boca.

Podría decirse que mi amistad con Iara comenzó la tarde en la que decidimos ir al cine, o aquel fin de semana que nos juntamos a estudiar en el parque. Sin embargo, si tuviese que colocarle una fecha exacta al momento en que la rubia se convirtió en mi mejor amiga, sería exactamente el primero de noviembre del año pasado.

Mi familia nunca celebró Halloween ni nada de eso, tampoco la de Iara. Eran costumbres ajenas, extranjeras. Sin embargo, se me ocurrió que era un buen momento para hacer una excepción. Lamentablemente, Iara estaba ocupada el último día de octubre, por lo que nuestro encuentro se pospuso para la tarde siguiente.

El primero de noviembre le di instrucciones a mi hermano menor, Juan Manuel, quién pareció deleitarse con la travesura que tenía planeada. Luego, agarré el paraguas de mi abuela y salí para esperar a Iara en la parada del colectivo.

De camino a mi hogar, el viento rompió el paraguas. Para cuando llegamos a casa, estábamos hechas sopa. Entre risas, le sugerí a Iara quedarse a dormir en mi casa, sabía que a mi abuela Esmeralda no le molestaría; ya estaba acostumbrada a que Juanma y yo invitáramos a nuestros amigos. Además, le encantaba cocinar y siempre preparaba comida como para un batallón. Cosa de abuelas, ¿no?

Decidí entonces que pospondría mi travesura hasta después de cenar.

Mientras Iara se ponía ropa seca que yo le había prestado, aproveché para avisarle a mi hermano sobre el cambio de planes. Le pedí que le dijera a la abuela que no tenía hambre, así mi amiga no lo vería antes de tiempo. Era esencial que ella no supiera sobre la existencia de Juanma aún.

—Perdón por quedarme sin avisar —se disculpó Iara cuando mi abuela le sirvió la cena.

—No hay problema, siempre me alegra que los chicos traigan a sus amigos —respondió Esmeralda—. ¿Son compañera de Juli?

—Sí, desde hace bastante. Pero recién ahora nos dimos cuenta que teníamos muchas cosas en común.

—Juli se parece mucho a mi difunto marido, Eduardo. Desde que mi hija y su esposa murieron, Juliana creció muy apegada a su abuelo. Él también amaba el arte. De hecho, nos conocimos en un museo —mi abuela sonrió.

—Por eso hay tantos cuadros colgados en la casa —aclaré yo.

—Sí, lo noté. Algunos son impresionantes —comentó Iara.

Creí que intentaba ser amable, pero el brillo de sus ojos demostraba interés.

—Mi marido los coleccionaba. Cuando recién nos casamos, viajamos por toda Europa, recorriendo galerías de arte y conversando con artistas callejeros.

—Además —interrumpí— a mi abuelo le encantaban las máscaras de Venecia. Tiene un montón. Están armadas como un mini museo en el garaje. Si querés, después de comer te las muestro.

—Dale.

El resto de la cena pasó entre quejas sobre los exámenes que se aproximaban y planes para las vacaciones de verano. Y como si el cielo supiese lo que yo planeaba, se cortó la luz mientras devorábamos el postre.

—¡Y encima nos quedamos sin velas! —anunció Esmeralda cuando terminó de revisar los cajones de la cocina.

—¿Ya empezamos con los cortes de luz? Si ya estamos así en noviembre, no quiero ni pensar cómo sufriremos el calor del verano —me quejé.

—Debe ser por la tormenta —respondió mi abuela—, seguro que lo arreglan apenas deje de llover. Me da lástima por ustedes que seguro pensaban entretenerse con la computadora o alguna de esas cosas.

—No hay drama —aseguré—, todavía tenemos las linternas en el celular. Seguro podemos pasar un buen rato viendo la colección del abuelo. De paso le puedo contar a Iara la historia de cada máscara.

—¿Historia?

—Sí, cada máscara tiene su trasfondo. Quién la hizo, por qué manos pasó, quienes la usaron y cosas así —expliqué.

Mi celular vibró en el bolsillo del pantalón. Con cuidado y sin dejar que nadie viese la pantalla, leí el mensaje de Juanma que decía que necesitaba ir al baño, que nos apurásemos. Reí.

—¿Qué pasa? —preguntó Iara.

—Nada, una amiga del secundario que me manda mensajes estando ebria. No vale la pena contestarle —mentí y guardé el celular—. Vamos, mejor te muestro el garaje ahora antes que me quede sin batería.

Tomé la mano de Iara en la oscuridad y la guié hacia el garaje. Allí, alumbré el espacio con mi celular en alto para que así se distinguieran las siluetas de los muebles. Nuestros rostros se reflejaban en los vidrios, impidiendo ver con claridad el contenido las vitrinas llenas de máscaras de todos los colores y estilos imaginables.

Me tomó más o menos veinte minutos contarle a Iara sobre las máscaras más importantes. Intenté no detenerme demasiado en los detalles para que mi hermano no se cansara de esperar.

Finalmente, nos detuvimos frente al objeto más preciado de la colección, la Ombre Specchio, espejo de sombras.

—Es hermosa —susurró Iara, pegando su rostro al vidrio para admirar los detalles de la antigua máscara en escala de grises y plateado.

—¿Te diste cuenta que es la única máscara que tiene vitrina propia? ¿Sabés por qué? —pregunté.

—Porque es antigua y valiosa, supongo.

—Nop —sonreí—. Mi abuelo dice que esta máscara fue el último trabajo del gran Enzo Flavio y que el artesano murió el día en que la terminó. Era un pedido para un hombre importante, no recuerdo su apellido. El problema era que se la encargaron con poco tiempo y lo amenazaron con destruir su taller si no la terminaba a tiempo —hice una pausa—. Enzo pasó varios días encerrado en su hogar, trabajando con los más finos materiales para poder hacer una máscara que satisficiera las exigencias de su cliente. Y cuando el hombre que encargó la máscara fue a retirarla, encontró a Enzo, muerto sobre una mesa, y la máscara junto a su rostro, observándolo con sus ojos huecos —intenté sonar lúgubre.

—¿Entonces? —preguntó Iara.

—Según mi abuelo, esta máscara posee el alma de furiosa de Enzo y mata a sus dueños en busca de venganza. Como no pueden ver, es incapaz de distinguir a las personas, así que ataca a quien considere su dueño. Por eso está en una vitrina separada y con candado.

Un rayo iluminó el garaje a través de la ventana. En ese preciso momento, la vitrina se sacudió.

Iara gritó y yo estallé en risas.

—Dale Juanma, salí —le pedí a mi hermano que se esforzaba por contener sus carcajadas.

—Hola, soy Juan Manuel, el hermano de Juliana —extendió su mano hacia Iara—. Esta bruja me pidió que te asustara, aprovechando que soy lo suficientemente  chico como para esconderme atrás de la base de la vitrina.

—¡Ya me voy a vengar! —prometió Iara, sonriendo.

—Me alegra que no estés enojada —confesé.

La vitrina se movió de nuevo, temblando como si hubiese un terremoto que ninguno de nosotros podía sentir. El temblor causó que la máscara se moviera hasta quedar pegada al vidrio frente a nosotros. Otro rayo iluminó el garaje. Mi hermano y yo intercambiamos una mirada confundida, preguntándonos en silencio quién acababa de mover la vitrina.

En el desconcierto, comenzó nuevamente el vaivén del mueble.

Dejé caer mi celular por el susto y quedamos a oscuras por unos segundos mientras lo reiniciaba.

Otro rayo nos iluminó. La máscara ya no estaba en la vitrina, sino sobre ella, observándonos con sus orificios huecos y la sonrisa pintada.

Juanma y yo salimos gritando mientras Iara estallaba en carcajadas.

Esa noche aprendí varias cosas.
La primera es que nunca debería intentar jugarle una travesura a una bruja.
La segunda, es que no hay nada mejor que tener una amiga capaz de hacer magia.

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