Siempre he querido creer que los sueños tienen más de real que los sentidos; que las personas que aparecen en ellos están realmente allí.
A veces, existen sueños más recurrentes que otros. A mí me suele pasar que, por las noches, cuando cierro los ojos, me encuentro con mi abuelo, sentado en la cocina, tomando mate y leyendo el diario; me espera. Cuando entro, sonríe, deja las noticias a un lado, me ceba un mate y nos ponemos a jugar a los dados o a las cartas. Es un encuentro tan usual y cotidiano que me encantaría creer que realmente sucede. Especialmente las noches en las que gano la partida —que no son muchas—.
Pero es solo un presentimiento, una sensación. Quizá, incluso, un deseo profundo de creer que, dormidos, nos podemos encontrar con aquellas personas que cuando estamos despiertos ya no están; el anhelo por conocer lugares a los que tal vez nunca podamos ir y, por sobre todas las cosas, las ganas inmensas de confirmar que existe algo más que todo eso que nos rodea y podemos ver.
Al carajo con los cinco sentidos.
En el fondo de nuestros corazones, todos deseamos —de una u otra manera— que suceda algo que sobrepase nuestro entendimiento, poniéndole fin a la monótona rutina. Cualquier cosa, una aparición, una premonición, la visita de un ángel, el encuentro con un demonio, una poción de amor que funcione, que un sapo se convierta en príncipe, o lo que se les ocurra.
Y, mientras esperamos pacientemente que el absurdo suceda, nos refugiamos en la imaginación, propia o ajena, para satisfacer esa necesidad por lo inexplicable.
Eso es, en mi caso, un libro. Letra tras letra, palabra tras palabra; un texto en cuyas páginas todo sea posible.