Nací como fruto de un fatídico encuentro entre la esencia del mal y la personificación del mal gusto; soy el producto de un bromista hastiado al que algunas personas llaman Dios, Yahve, Allah o tantos otros nombres que utiliza dependiendo en qué teatro brinde su función.
Nadie recuerda realmente el día de su nacimiento, yo no soy la excepción. Pero la historia que me trajo al mundo se ha convertido en un mito, una leyenda endemoniada de esas que se cuentan frente a una fogata, entre aventuras e historias de terror. Todos han oído al respecto, no hay quién no conozca mi nombre, Koeh Eklund. El monstruo, el despiadado; rey de las pesadillas. Tengo varios apodos, ninguno es de mi agrado.
Quizás fuese el destino quien pusiera mi figura en este mundo, pero lo que se ha difundido es solo un fragmento, la versión que oí en los pasillos de la casa en la cual crecí.
Yo tendría en ese entonces cinco o seis años. Me había escabullido por los recovecos en busca de mi mascota, desobedeciendo a mi padre. Y escondido detrás de una puerta, oí el relato.
Era una tarde de otoño, después de la cena, cuando un visitante importante —creo que era un embajador de un país con nombre extravagante— preguntó a nuestra mucama si la familia tenía ya un heredero, a lo que la mujer contestó que no. “Hay en esta casa un niño, hijo de mis patrones. Pero no es heredero pues solo los humanos pueden heredar, y a ese monstruo lo ha escupido el infierno. Es todo por culpa de la señora que se negaba a adoptar un niño y reclamarlo como suyo. Una médica bruja la hizo beber cierto brebaje por varios meses hasta que pudo concebir a esta criatura.”
Así comenzó la leyenda de Koeh, mi historia.
Mi infancia no es digna de relatar ya que pasé mis primeros doce años encerrado entre mi cuarto y la terraza, desde donde admiraba el paisaje que algún día exploraría.
Fue exactamente en mi doceava navidad cuando se me permitió participar formalmente de una cena familiar. La gran emoción que sentía por ser aceptado finalmente por mis padres desapareció velozmente, como si me hubiesen bañado con agua helada. El motivo de tal invitación era sencillo. Me obsequiarían un bolso con ropa y bastante dinero para que pudiese finalmente cumplir mi sueño de aventurarme al mundo. Y nunca regresar. Además se me hizo jurar que jamás pronunciaría mi verdadero nombre para evitar llevar desgracia a mi honorable familia. Eso era el epítome del rechazo.
Pero con la cabeza en alto y sin pronunciar palabra alguna, tomé los obsequios y me marché. No miré hacia atrás en ningún momento y juré vengarme de ellos cuando tuviese el poder suficiente.
Cubrí mi cuerpo con tanta ropa como me fue posible, dejando simplemente mis ojos a la vista. Me coloqué guantes y gorros, capa y botas.
Mi primera parada fue el pueblo más cercano. Llegué por la noche y entré velozmente a lo que parecía ser un bar. Allí pregunté por la bruja. No me resultó difícil encontrarla. La mujer era famosa en el lugar. Todos la visitaban en algún momento de sus vidas, mas nadie lo aceptaba. Como si un pacto les impidiese hacerlo.
Aquella noche dormí en las calles, levantándome con los primeros rayos del sol. Me puse de pie y me encaminé al hogar de la bruja.
Su casa se encontraba en los límites de la ciudad, hecho que no me resultó extraño. Por lo que había leído en los libros que ocuparon mis días de confinamiento, era normal que cualquier persona relacionada con la magia prefiriera encontrarse en sitios alejados; ya fuese en el borde de un pueblo o en medio del bosque.
La cabaña era diminuta, en forma de hongo. La puerta de madera era antigua y dejaba ver el interior por las hendiduras. Pegué mi ojo a la cerradura en un vano intento por divisar a la mujer. Pero antes que pudiese comprender lo que se erguía en el interior, alguien posó su mano sobre mi hombro, haciéndome retroceder.
Se trataba de una mujer joven. No se destacaba por su belleza, pero su mirada era atrapante. Hipnotizante. Sus ojos eran negros y reflejaban sufrimiento.
Al verme, ella sonrió como si me conociera de toda la vida; y muy cordialmente me invitó a pasar. Todas mis ganas de vengarme por haberme creado desaparecieron ante su amabilidad.
Aangu. Ese era su nombre. Me había estado esperando por años.
—Hijo, finalmente has llegado —pronunció. Su voz era un susurro áspero y desgarrador.
Quise contestar, pero no me permitió continuar. Con un gesto de su mano enmudeció mi garganta.
—Sé que debes tener incontables preguntas que gratamente responderé. También asumo que el odio hacia mí te está consumiendo casi tanto como a mí me consume la soledad. Te pido que guardes un minuto de silencio y escuches lo que esta humilde hechicera tiene que decir —bajó la cabeza y continuó hablando—. Siento mucho el dolor que has padecido. Admito que jamás creí que esa pareja fuese a tratarte peor que a un perro. De haberlo sabido, hubiese escogido otro hogar para ti. Pero más allá de lo que creas que eres, no tienes nada de qué avergonzarte. Quítate ese ridículo ropaje y muéstrale a tu madre el hombre en el que te has convertido.
Aún sin poder decir nada, obedecí.
—Hijo —susurró con lágrimas en sus ojos—, sé que las almas comunes son incapaces de comprender qué eres, quién eres. Descendiente de Artul, soberano entre las bestias. Estás destinado a la grandeza. Tu misión en este mundo es la de equilibrar la balanza. Un héroe en las sombras, una entidad divina cuyo objetivo es cumplir con los pedidos de Artul.
Ahí comenzó una larga explicación que se resume en lo siguiente. Aparentemente, soy algo así como una reencarnación del soberano de las bestias, Artul, espíritu eterno que depositó parte de su esencia en el vientre de mi madre, enviándome así a hacer las tareas sucias que él, por ser incorpóreo, no puede realizar. Por “mantener el equilibrio” la hechicera se refería a asesinar a todo aquel hombre o mujer que abuse de su poder para lastimar a otros.
Pasé dos años aprendiendo magia. También practiqué los movimientos básicos con la espada y otras disciplinas que facilitarían mi tarea. Finalmente, cuando cumplí quince años recibí mi primera misión.
Artul se apareció en mis sueños, mostrándome una ciudad lejana en la cual solo unos pocos tenían acceso a vivir dignamente. De una forma u otra, tenía que acabar con el gobernante y sus seguidores.
Así lo hice. Y lo volví a hacer una y otra vez, sin descanso. En un mundo corrompido por el egoísmo, mi tarea ocupa cada minuto de mis días.
Me rebauticé como Koeh Eklund, para darle nombre al terror sin rostro. Nadie conoce realmente mi horripilante apariencia que es más animal que humana, aunque quedan algunos testigos que afirman haberme visto caminar en cuatro patas o tener colas y cuernos —lo cual es cierto—. El rumor dice que quién vea mi verdadera figura morirá de miedo al instante.
Muchos me temen, otros me buscan. Nadie comprende realmente que cada muerte en mis manos significa decenas de vidas salvadas.
Soy un héroe. Soy un monstruo. Soy Koeh Eklund, un ser que sueña algún día poder formar parte de la humanidad.