El tiempo pasa, las cosas cambian. Y el miedo se transforma.
De pequeña me enfrentaba al miedo con valientes corridas a ciegas hacia interruptores a los que apenas llegaba en puntas de pie. Entonces el miedo se revolcaba en su derrota e inventaba una nueva forma para luego esconderse en otro rincón de mi mundo.
Pero aquel mundo era limitado. Se extendía desde mi pieza hasta el colegio que quedaba a un par de cuadras. Y con el tiempo, el miedo se quedó sin ideas para reinventarse.
Los años pasaron a gran velocidad, obedeciendo a las leyes de Aión bastante más que a las de Kronos. Sin darme cuenta, mi mundo creció poco a poco, escapándose de entre mis manos. Se expandió hasta abarcar nuevas tierras: la casa de mis abuelas, el cine, la plaza, la ciudad entera, el país, el continente y el globo terráqueo.
Y con el crecimiento del campo de batalla, el miedo encontró finalmente nuevos escondites y formas. Comenzó a transformarse más a menudo, cada vez en imágenes más grotescas y aterradoras. Se convirtió en exámenes, obligaciones e incluso en muerte.
Hoy, el miedo es otra cosa. Ya no lo puedo vencer prendiendo la luz. Y cuando ataca, me siento como si viviera a oscuras, a solas en un abismo infinito del que no puedo escapar, y me cuesta mucho más encontrar el coraje para enfrentarlo.
El miedo sigue luchando; a veces gana y a veces pierde. Ahora nos tomamos turnos para saborear una triste derrota.
Aún le temo la oscuridad, pero eso ya no me preocupa.