Una Quilmes para Navidad

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Vivir en un gran complejo de dúplex tiene varias ventajas, pero también tiene numerosas desventajas. El asunto está equilibrado, por eso sigo acá.

Está bueno el tener los gastos de la electricidad ya cubiertos en la renta, un gimnasio gratuito para todos los habitantes del sitio y esas cosas. Pero las paredes son delgadas como envoltorios de chocolate así que NUNCA, y lo repito: NUNCA hay paz. Es como tener una radionovela de esas del tiempo del ñaupa todo el día en tus orejas: que la vecina de arriba se acuesta con el canillita del barrio, que los del segundo piso se van a divorciar, ¡que la pendeja del B pone cumbia a todo volumen a las seis de la mañana todos los domingos cuando está en pedo! Y yo qué sé cuántas historias entretenidas más.

Claro, también está el problema de que cuando algo se le rompe a un inquilino, todos los demás tienen que bancarse al plomero, al carpintero y a todos los –eros de la industria. Cuando a la Chola le caía agua del baño, vinieron a ver si salía de mi departamento. Rompieron todo, no encontraron nada, arreglaron con baldosas de pésima calidad que no pegaban ni con moco con el empapelado y me hicieron perder tres días enteros por nada. Es como cuando a mí se me ocurrió colgar un cuadro en la pared y se le cortó la luz al tipo de al lado. Terrible.

Nueve de cada diez veces, en el lavadero se mezcla la ropa y desaparecen medias que quedan enganchadas en algún lado y terminan en el cajón de otra persona. ¿Y el correo? Pedir un paquete es imposible. Si comprás algo online y te lo dejan en el pasillo, el primer avivado que lo ve, se lo lleva. Hay que mandar todo a la casa de algún amigo o familiar —si tienen alguno, claro—.

De hecho, ahora que lo pienso, creo que ahí radica mi mayor queja: en el complejo todos se jactan de ser buenas personas, pero en el fondo son uno más chorro que el otro. Si dejás la plantita afuera: desaparece. Si colgás un adornito pedorro de Navidad en la puerta: desaparece —este año ya puse como cinco—. Si comprás una alfombrita de esas que dicen “bienvenido”: desaparece. Es insoportable. Hasta cuando he dejado calzoncillos secándose  en el balcón se los llevaron.

Pero hoy, en vez de perder algo, he encontrado un sobre que no es para mí. El remitente tiene una dirección, pero no un nombre. Lo mismo para el destinatario. Dice que es para alguien que vive en el 3°J, pero como no hay J, me lo dejaron a mí que estoy en el 3°G. ¡Inútiles! El portero no debe saber ni el abecedario.

Suspiro. Decido abrir la carta. Total, no dice para quién es y no existe el departamento del número.

Hay que ser pelotudo para poner mal la dirección en Facebook. Pobre hombre. Se tomó el trabajo de escribirle a un viejo amor después de diez años, y encima la carta la lee un extraño como yo.

He de admitir que envidio al destinatario. A mí en Navidad no me escribe ni mi familia; para ellos, estoy “muerta”.

La idea de responder a la carta se dibuja en mi mente, pero enseguida saco la cuenta de que un envío internacional a España cuesta caro y ni en pedo gasto tanto en un desconocido.

Del sobre asoma la foto, la tomo entre mis manos y me relamo. ¡Papito! El tipo es todo un potro.

“Basta, Nacho, este hombre debe tener varios años más que vos,” me digo. Busco, como siempre, excusas para mi propia soledad, para el constante rechazo.

Siempre que he intentado abrirle mi corazón a alguien, lo espanté. Les doy asco. En alguna época busqué consuelo en internet, pero ahí estaban todos locos y, más que aceptado, me sentí parte de un circo. Hui.

Hui de mí mismo, de mi pasado y de mi familia. Hui de mis amigos y de mi ciudad. Hui de todo y creé una nueva identidad. Cuando miro la vieja foto que tengo con mi familia en la escuela primaria, no sé quién es la chica de trenzas morenas que sonríe a la cámara. No sé quién es Miranda, o quizás tan solo quiero olvidarla. Yo soy Ignacio, aunque el diploma del secundario diga otra cosa; a pesar de que en mi cuarto tenga una foto con mi mejor amiga de la escuela que dice “Te adoro, Miru”.

El problema es que si bien puedo ser yo mismo frente a extraños, en una relación es diferente. En un noviazgo esas cosas se vuelven tangibles. Cuando uno se enamora, tiene que sacar los esqueletos del ropero y mostrarlos con orgullo. Es una lástima que nadie quiera aceptar los míos.

Arrugo la foto del tal “gato” y la tiro a la basura. Ahora me deprimí, mierda. ¡Dónde está mi termo! Necesito un buen mate para levantar el ánimo.

Faltan cuatro días para Navidad. Planeo mi noche con una maratón de películas de terror que se descargan lentamente en la laptop. La conexión es pésima. Me paso toda la tarde del sábado viendo reseñas en internet a ver qué mierda hacer hasta que sea medianoche y pueda abrir el obsequio que me compré a mí mismo.

Mientras espero que carguen las cosas, aprovecho para sacar la bolsa de basura. Está llena hasta el tope con botellitas de agua y palitos de helado. Le ato el nudo lo mejor que puedo y la arrastro hasta la puerta. Ahí, veo que ya ha pasado el correo y que tengo un montón de sobres acumulados.

Reconozco enseguida la boleta de internet, un banco que me ofrece una tarjeta de crédito que no podría pagar, el papelito para pedir empanadas a domicilio del sucucho de la otra cuadra, un panfleto de una veterinaria, el pago atrasado de mi teléfono y una carta del tipo de España.

Me dispongo a poner todo en la bolsa de basura, ya que estoy por sacarla de mi hogar, pero decido a último momento leer la carta de Gato. La excusa en esta ocasión es: “el pobre hombre se tomó el tiempo de escribirla, así que alguien debería leerla.”

Dejo lo que estoy haciendo y sonrío. Me acomodo en el sillón y abro el sobre:

—¡LA RE CONCHA DE LA LORA! —puteo en voz alta. Me quiero matar. El tipo sexy de la foto va a venir a visitarme en Nochebuena. Bueno, no a mí, pero va a tocar el timbre de mi departamento. ¿Qué mierda hago ahora?

Corro a verme al espejo. Soy más joven que él, pero tengo buena altura, de eso no hay dudas. Llevo el cabello hasta los hombros, pero de color violeta. Detesto el maquillaje, tengo un trauma con esos monstruos, aunque al menos me pinto las uñas de negro de vez en cuando. ¿Será suficiente? ¡Mejor me voy a comprar un delineador! ¡Y tintura negra!

Entro en crisis por un momento. Algo en sus cartas me ha afectado. Sé que no son para mí, pero nunca menciona el nombre del destinatario así que las he leído con todos mis sentimientos. En el fondo, siento que las palabras me pertenecen de alguna forma. Sus cartas me han hecho mucho bien, me siento un poco más querido. Las palabras del extraño han disipado parte de mi soledad. Ojalá yo tuviera alguien que me escribiera de esa forma, para hablar de boludeces y sacarme una sonrisa.

Sé que el hombre no viene a verme a mí. Que de seguro golpeará a la puerta, se decepcionará y se marchará, pero la idea de no pasar Navidad solo me encanta.

“¡Pensá Nacho!” me digo.

Los siguientes días son un infierno, no solo por el horroroso calor de Buenos Aires, sino también por las contradicciones que dominan mi vida. Compro el puto delineador y las cervezas Quilmes. Compro también todo para hacer panchos con papas fritas que es lo único que sé cocinar sin incendiar toda mi casa.

Incluso compro un obsequio. ¿Por qué? Ni idea. Desconozco al hombre, pero siento que al menos de esa forma alivianaré su decepción cuando me vea la cara. No es nada del otro mundo, es un llaverito destapador con la bandera de Argentina. Supongo que extraña su país.

Cuento el paso del tiempo. Me pregunto si el Gato llegará a la misma conclusión que el cartero y golpeará a la puerta G al no encontrar la J, o si se rendirá. Espero que no hable con el portero y pregunte por el nombre de su amigo.

El día veinticuatro de diciembre lo dedico a limpiar mi casa de arriba abajo. No dejo ni una pelusa fuera de sitio. Me ducho, me arreglo, ¡voy a la peluquería y hasta me compro ropa nueva! Soy un inútil. Debo estar desesperado, pero no puedo evitar sentir que alguien vendrá por mí, que no estaré solo en Navidad. Es recién ahora que comprendo cuánto me duele la monotonía de mi aislada vida. Jamás había notado qué tan valioso es sentirse querido, extrañado por alguien.

Lo peor es que sé que lo más seguro es que el tipo no venga.

A las ocho ceno una pizza que pedí más temprano, enciendo el televisor y empiezo con mi maratón de películas de terror. Arranco con las de Freddy que son mis preferidas. Conozco los diálogos casi de memoria.

Para las once, me estoy quedando dormido en el sillón. Hice tantas cosas durante el día, que estoy agotado. Debo esperar un rato más.

A medianoche me despabilan los fuegos artificiales. Sonrío. Voy al baño a lavarme la cara. El delineador descansa junto a mi cepillo de dientes. No me atrevo a usarlo. Cuando veo maquillaje, me acuerdo de Miranda. Y lo detesto.

Regreso al sillón y pongo la siguiente película, pero no le presto atención. Me la paso mirando el reloj. Las doce y media. La una. La una y media.

No vendrá.

Las dos y pico. Suena el timbre.

Me asusto. No estoy dormido, pero el sonido es inesperado. Me pongo de pie de un salto y acomodo mi camisa. Me peino rápido con los dedos y  hasta  sacudo el pantalón con prisa. Luego, pongo el obsequio en mi bolsillo y camino hasta la puerta.

Sostengo la manija por un instante y me muerdo el labio. ¿Qué puedo decirle a un extraño sin sonar como un acosador desesperado? No lo sé.

Abro la puerta. Del otro lado está el Gato, que más que gato es todo un potro. Tiene el cabello más largo que en la foto. Además, lleva lentes. Me encanta. Lo observo, atónito, como un pendejo estúpido en su primera cita.

—Disculpa —pronuncia. Su voz es grave y tiene un acento entre español y argentino que me vuelve loco—. Estoy buscando a Martín Dávare. Es un amigo de mi infancia, y me dijeron que acá vive.

—Lo sé —suelto sin pensarlo. No puedo ser más idiota aunque lo intente—. Digo, lo siento, acá no vive. No deberías confiar tanto en Facebook.

“Mierda”, los nervios me ganan. Llevo mi mano al bolsillo y apreto el pequeño paquetito que compré. Siento que me tiemblan las piernas.

—¿Quién sos? —inquiere—. ¿Te conozco?

—No, pero tengo panchos y unas Quilmes, ¿querés pasar?  Me llamo Nacho, mucho gusto. Recibí tus cartas y pensé que lo menos que podía hacer por alguien que ha viajado tanto era ofrecerle una birra en Navidad —sonrío. No sé lo que estoy diciendo. Sueno aterrador, como un violador que le ofrece caramelos a un niño. ¿Qué mierda estoy pensando? Si yo estuviera en su lugar, me pegaría una patada en los huevos y saldría corriendo.

—Dale, te acepto un trago —dice de buen humor. Se nota que es un tipo sociable. El Gato alza la cabeza y  mira curioso por encima de mi hombro—. ¿Estás viendo Freddy Vs. Jason? Nunca supe cómo termina, ¡ja! ¿Por dónde va?

—Recién arranca.

Primero de enero. Todavía estoy saboreando los restos de sonrisas navideñas.

El Gato se llama Franco en realidad. Me contó su historia, el romance juvenil con el chico de las cartas. Con varias cervezas de por medio, creo que yo también le relaté la verdad sobre Miranda, la que fue y ya no está; la historia de Nacho. Y él la aceptó. Pero repito, fue con varias cervezas de por medio y ni siquiera estoy completamente seguro de habérselo contado. Capaz lo soñé.

Para cuando el Gato se marchó de mi casa, ya estaba amaneciendo. Teníamos unos cuantos litros de alcohol en la sangre y no podíamos parar de reír ante estupideces. Prometimos seguir en contacto vía cartas, pero no sé si lo cumpliremos; yo lo busqué en Facebook y no me animé a añadirlo a mis amigos, me da vergüenza. El obsequio nunca se lo di, quedó olvidado en un bolsillo y ahora cuelga de mis llaves.

Es posible que no lo vuelva a ver, que ninguno se tome la molestia de viajar y que el encuentro quede enterrado entre viejos recuerdos, pero al menos pudimos compartir una Navidad especial. Por primera vez en mucho tiempo, no estuve solo. Y él pudo tomarse sus Quilmes.

Quiero pensar que el destino cruzó nuestros caminos para obsequiarnos a ambos una Nochebuena especial. Me pregunto ahora qué me regalará la vida en la próxima Navidad.

FIN

 

 

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