La importancia del teclado

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Para quienes nos gusta escribir, el teclado es nuestro mejor amigo y aliado. Si bien a veces usamos cuadernos o notas en el celular, tarde o temprano todo termina en un archivo digital.

Imaginate ahora la siguiente situación que puede, sin ningún problema, convertirse en realidad:

Una mañana, te despertás con mucha inspiración, de esa que tenés que poner por escrito antes de preparar el mate —todo un sacrilegio—, antes que se te vaya la idea de la cabeza. Te sentás en la cama y pensás qué hacer. No sabés dónde quedó tu puto cuaderno, así que agarrás la computadora que dejaste prendida toda la noche, y que, además, te ayuda a escribir más rápido.

Pero las ansias y el apuro hacen que se te enganche la uña con una tecla, y el botoncito salta; rueda un poco —no mucho porque es cuadrado— y termina perdiéndose de vista debajo de un mueble, sillón o heladera que no podés mover ni en pedo, o que tomaría tanto tiempo movilizar que te olvidarías de la idea que querés escribir.

Decís todas las puteadas que se te ocurren; te acordás de madres, de tías y de hermanas que nada tienen que ver con lo que ha ocurrido y te preguntás por qué no te limaste las uñas cuando te bañaste la noche anterior. Sin embargo, es muy tarde para lamentarse y tenés que escribir. ¡La idea se te va a escapar!

Sin mirar el teclado para ver qué le falta, abrís un archivo nuevo y empezás a tipear. Es entonces cuando notás que “su papá desaparece misteriosamente” al describir la escena inicial de un cuento policial se convierte en “su papa desaparece misteriosamente“, alegando que alguien robó algo de la cocina.

No podés poner tildes. Vas a parecer un analfabeto olímpico si seguís así.

Ahora, me vas a decir que podés usar toda esa cosa del alt y no sé qué números. Pero no te olvidés que tenés una computadora portátil. Eso no te va a servir de nada.

Te resignás y escribís todo sin acentos. Cuando la idea principal ya está terminada, vas a buscar el desayuno.

Volvés unos minutos más tarde con el termo, el bendito mate y un par de tostadas.

Empezás a comer mientras releés la idea y después seguís redactando, mejorando el borrador sin acentos. Pero cuando querés apretar la D, no funciona porque dejaste caer migas sobre el teclado. ¿Qué podría empeorar la situación? ¡Nada!, ¿no?

Tenés miedo de levantar la tecla y perderla como hiciste con el botón de los acentos así que tratás de sacar la suciedad con la misma uña que arruinó tu teclado. Sos un genio —sarcasmo—. Ahora, cuando apretás la D sale DF ¡Ni que estuvieras en México!

Como es domingo, no podés ir a ningún lado para que te arreglen la compu portatil. Seguís escribiendo sin acentos y con DF.

“Su papa dfesaparece misteriosamente, sin previo aviso. Nadfie sabe a dFonde va, o eso le hacen creer al pequeño. En realidfadf, nadfie se atreve a contarle la verdfadf. “

Te rendís. Mandás todo a la mierda, dejás las cosas a medio hacer, abandonás el mate, te ponés pantalones, una chomba vieja, y te vas a recorrer el mundo en busca de un nuevo teclado. Ni te gastás en ponerte zapatillas, salís en ojotas, sin sospechar qué tan difícil será esta tarea.

Primero recorrés el barrio, pero no hay ni un solo negocio abierto. Entonces te tomás un bondi o un subte hacía cualquier parte un poco más céntrica. El primer local que encontrás abierto tiene teclados, pero no acepta tarjetas de crédito porque se les rompió el posnet, y la plata no te alcanza. Seguís caminando en busca de un teclado (o un cajero automático); entrás a otros locales, siempre hay algún inconveniente: que solo les quedan teclados viejos que son incompatibles, o que el último está en vidriera. Y así pasan las horas y tus pies se llenan de ampollas.

A eso de las cinco te da hambre, parás en una cafetería, te pedís unas medialunas y un cortado antes de seguir.

Pagás, pero no dejás una propina. Y ya sin esperanzas, emprendés el regreso a la parada del colectivo o a la estación de subte. Para ahorrar tiempo, atravesás aquella galería medio abandonada que parece no tener ni un solo negocio. En una esquina ves un sucucho, un localcito chiquito que arregla computadoras y vende accesorios.

Conseguís tu teclado. No es el más lindo del mundo, ni el más cómodo. Es uno de esos de goma que se doblan. Pero es mejor que nada.

Cuando ya empieza a anochecer, regresás a tu casa con una sonrisa triunfal que desaparece al apretar el interruptor para encender la luz. No anda. No hay luz, cosa común en Buenos Aires durante los meses del verano.

A estas alturas, deberías conocer las leyes de Murphy.

Corrés a la computadora, rezando a ningún dios en particular, con la esperanza de que la luz no se hubiese ido mucho tiempo atrás y que la máquina aún tuviese batería.

Obviamente, la computadora está apagada y perdiste el archivo.

Ahora tenés un teclado nuevo, pero no te sirve para nada.

El tema es que todo este problema no hubiera ocurrido si la noche anterior hubieses dejado el cuaderno y la birome en la mesita de luz. O si te hubieses limado las uñas, ¿vale más la manicura que tu laptop? ¡Lo dudo!

Al menos aprendés una lección y te acostumbrás a tener siempre un teclado de repuesto, y el viejo cuaderno con una birome atada —no sea que se te pierda— en el cajón de la mesita de luz.

¿Y la idea? Se fue al carajo.

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