Cortaron la casa al medio. Se quedaron con un pedazo para cada uno, compartiendo únicamente el baño y la puerta principal. De un lado quedaron el patio, la cocina, dos piezas y el lavadero; del otro lado quedaron el living, la pieza más grande y la oficina. A lo largo de la división cavaron una trinchera unida por un pequeño puente de madera para que los niños pudieran ir de un lado al otro sin problemas.
A los pequeños les dieron pasaportes que consistían de un anotador negro con su nombre, una foto y las firmas aduaneras cada vez que cruzaban de un lado al otro.
La trinchera era cada día más profunda, sumándole artefactos de seguridad cuando el sueldo les alcanzaba. Crearon dos banderas, una blanca y una negra, que colgaron en sus respectivas mitades. También pintaron las paredes con sus nuevos colores y pusieron por escrito una serie de normas que debían respetarse en su mitad.
Con el tiempo, un muro reemplazó a la trinchera y los chicos ya no pudieron cruzar; debieron elegir de qué lado quedarse. Finalmente, decidieron marcharse. Estaban hartos de la situación.
Con las valijas ya hechas, los hijos se detuvieron en territorio neutral, delante de la puerta. Tocaron el timbre de su propia casa, atrayendo así a sus padres. Era la primera vez en diez años que se erguían uno junto al otro. Ambos adultos, expectantes. En una tregua forzada, lucían con orgullo los colores de su ideología y miraban con desdén al otro, como si les asqueara ver el color contrario. No se saludaron, tampoco se dirigieron palabras de odio. Simplemente clavaron su mirada en los jóvenes que finalmente habían tomado una decisión.
El padre estaba convencido que sus hijos escogerían el lado negro, pero la madre no dudaba ni por un segundo que los pequeños preferirían el blanco. Ambos consideraban que su influencia había sido mayor. La obsesión con sus ideales nublaba la realidad que se encontraba frente a sus ojos. Los extremos les impedían ver con claridad; entre la profunda oscuridad del negro en la que no se distinguían siquiera siluetas y el brillo cegador del blanco que desdibujaba el entorno.
Los chicos, en cambio, vestían de gris. Estaban hartos de las peleas, hartos verse forzados a escoger uno u otro extremo. Además, se querían mucho. Eran hermanos. Un dúo realmente unido y, aunque pensaran diferente, preferían no tener que estar uno de cada lado, separados por un muro.
Sin importar si se inclinaban por el blanco o el negro, los hijos no cometerían el mismo error que sus padres; no pondrían sus diferentes opiniones por encima de la familia y el cariño que sentían el uno por el otro.
El mayor prefería el negro, aunque el menor se inclinaba más por el blanco. A veces se vestían con el color que los diferenciaba, pero a ninguno de los dos le molestaba la elección del otro. Uno era de Boca y el otro de River, y miraban los partidos juntos. El mayor era ateo y el menor iba a misa todos los domingos. No importaba, eran hermanos y eso era lo primordial. Se querían y respetaban los colores que el otro llevaba como bandera. No compartían gustos ni opiniones, ni siquiera a la hora de elegir el sabor de un helado. El mayor tomaba mate amargo y el menor le ponía azúcar, y así con todo.
Se marcharon en mitad de la guerra, desertaron. Y observaron desde la vereda de enfrente como la casa se caía a pedazos; sus padres destruían las diferencias en vez de utilizarlas como cimiento para una construcción equilibrada.
De la mano se marcharon. Eran dos hermanos que comprendían que el respeto era más importante que las opiniones. Un dúo unido que aprendía constantemente de las elecciones que el otro realizaba.
No quedaron ni los cimientos de la casa en la que crecieron. Tampoco pudieron salvar fotos de la familia entera. Las pocas que había, estaban cortadas al medio, y aunque las pegaron y remendaron, ya no era lo mismo. La trinchera había separado más que dos ideologías, también había arrasado con aquello que siempre debería haber estado unido, la familia.