El cartero

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Eduardo los conoce a todos sin haber visto a nadie. Sabe cuáles son sus deudas, sus compras, sus pasatiempos. Con el tiempo ha memorizado los nombres de cada residente del barrio y de sus allegados. Pero él no vive allí, simplemente visita la zona seguido, todas las mañanas.

Los vecinos lo saludan cuando lo ven pasar, aunque no sepan su nombre. Y Eduardo educadamente devuelve el gesto con amabilidad. Él sí sabe quién es quién.

El oficio de cartero le brinda información sobre cada hogar, sobre las personas y sus vicios. Existen jóvenes que compran por internet y reciben siempre paquetes en chino, otros con familiares en Salta que se la pasan enviando postales; están las señoras que delatan sus pasatiempos con sus suscripciones a revistas de manualidades; también hay un par de casas donde la gente alquila, porque el destinatario cambia cada varios meses. Y es imposible olvidarse de los deudores que reciben constantemente multas de tránsito o cartas del banco.

En el barrio hay de todo, y Eduardo lo sabe. Eduardo conoce detalles de la vida de los vecinos que ellos mismos desconocen.

Don José Martínez, por ejemplo, nunca habló con Josefina Rublino, la viuda que se la pasa pagando facturas de cementerios; y eso que sus casas están prácticamente pegadas. Nadie sabe quién habita la vivienda de al lado o cómo se llama la señora de la esquina. Desconocen los nombres del resto, están muy ocupados con sus propias vidas.

Y al final, es un extraño quién se encariñó de cada uno de ellos. Un tercero que sabe más sobre el barrio que sus propios habitantes.

Eduardo, el cartero, lamenta la situación con cierta hipocresía;  él también desconoce el nombre del señor que lleva décadas viviendo en la casa junto a la suya. Eduardo está todo el día trabajando, no tiene tiempo para saludar a sus propios vecinos.

Una pregunta queda abierta ¿Quién vive en la casa de al lado? Yo no tengo ni idea.

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