Vestigios de un final

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La decadencia de los reinos más poderosos resonó en el cielo como un preludio a la tragedia.

Las constantes guerras internas habían devastado la civilización de Fyrkan por décadas. Las tierras ya no servían para cosechar y todo el metal había sido fundido para fabricar armamento. Al principio, los habitantes de las Tierras Altas dominaron a aquellos de piel turquesa que vivían en las costas del Valle Bajo. Pero luego de varias lunas, los habitantes del reino invadido lograron imponerse sobre sus enemigos alados. Para ese entonces, la población de ambos reinos había sido diezmada y, aún así, la comida era escasa.

Cuando el quinceavo invierno de la guerra llegó, se acordó una tregua temporal. Ninguno de los bandos se encontraba en condiciones continuar la lucha.

Incontables ruegos y alabanzas  se alzaron, desesperados, en busca de consuelo. Ricos, pobres, niños y ancianos; todos se arrodillaron ante sus creencias y pidieron que llegara el final de su sufrimiento. Deseaban paz. Esa preciada estabilidad que había desaparecido en un instante remoto.

Y fueron escuchados por el dios de los orígenes, Yhrtar; por aquel intangible ser de figura desconocida sobre el cual predicaban los monjes de alas carmesí en la cima del risco Arkimedo, tierra neutral. Antiguos libros hablaban sobre la existencia de tan maravilloso ser, una criatura más antigua que el universo mismo, capaz de crear y destruir con tan solo desearlo.

A él le imploraron, desde la hipocresía de una falsa y reciente creencia; resignados a su última opción, lo imposible. Por primera vez en cientos de lunas, el templo estaba lleno, colmado de supuestos nuevos creyentes con pedidos egoístas de salvación propia.

Yhrtar se encontraba en una realidad lejana, despertando de una pesadilla milenaria sobre apocalípticos finales que tendrían lugar en el futuro distante. Tan distante que quizá nadie —excepto él mismo— presenciaría.

Somnoliento, escuchó los ruegos y clavó su mirada en aquel mundo. Observó la humillante decadencia y sonrió a la nada que lo rodeaba. Profirió un grito estruendoso que sacudió a los astros cercanos y emprendió la marcha, veloz, apagando el firmamento a su paso.

En Fyrkan, poco a poco las estrellas desaparecieron y las noches se tornaron más oscuras. La desesperación se convirtió en caos.

Y en pocos días, Yhrtar ciñó su descomunal sombra sobre el mundo, sumiéndolo todo en la oscuridad. Aún se encontraba lejos, pero el día ya se había convertido en noche y la noche en la nada. En una semana, el suelo del mundo se convirtió en un gigantesco rubí, en una mezcla de hielo con sangre.

Paz. No se oían más ruegos, ya nada quedaba. Desapareció el hambre y la miseria. Desaparecieron también los conflictos y las guerras. Los seres alados que habitaban el mundo cayeron como moscas sobre el terreno y aquellos que solían caminar sobre la tierra se convirtieron en alfombra.

E Yrthar llegó. Un Dios tan grande como una galaxia, amorfo; con brillantes hendiduras por ojos, del tamaño de un planeta, y su boca desdentada capaz de contener constelaciones enteras antes de tragarlas.

Llegó y observó aquel mundo devastado. Ya no oía ni ruegos ni alabanzas; y se sintió desconforme con la falta de cortesía para su recibimiento. Enfadado y sin poder comprender lo ocurrido, castigó a Fyrkan. Se lo tragó de un bocado y escogió aquel sitio para sumergirse en su siguiente sueño.

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