Navidad

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Diciembre ya está llegando a su ocaso,
trae consigo la semana del año.

 

En vísperas navideñas, mi familia está más ocupada que nunca; ni siquiera hay tiempo para celebrar. Los más jóvenes decoramos el árbol y colgamos luces en las ventanas, quizá para disimular la extravagancia de la profesión de nuestros padres. En este hogar no se oyen villancicos ni campanas, solamente el repiqueteo de martillos y cinceles contra yeso o mármol.

Vista desde afuera, nuestra casa se camufla con las demás del vecindario, con el pino frente a la ventana y las titilantes luces que rodean las columnas frontales. Un moño carmesí cuelga de la puerta como si con ello le diéramos la bienvenida a la temporada festiva; sin embargo, dentro de la construcción solo se respira polvo y se cenan hamburguesas cocinadas en el microondas. No tenemos galletitas caseras ni pan dulce.

De pequeño lo odiaba, maldecía a diario el haber nacido en está estúpida familia. Todavía lo detesto, pero creo que con el tiempo he asimilado la situación e incluso nuestras extravagancias se han arraigado como costumbres navideñas de una familia que escapa a lo común.

Mis primos, tíos y abuelos se reúnen cada año en la casa de mi madrina que queda bastante lejos, en otra ciudad. Recuerdo que cuando era pequeño solían invitarnos.

Ya no lo hacen. Se cansaron. O tal vez simplemente se rindieron ante la constante negativa de mis padres.

Al menos nos queda el consuelo de recibir algún que otro regalo que nos llega por correo una semana más tarde. Como nadie en esta casa tiene tiempo a fin de año, nuestros padres hacen las compras por internet a último momento. Nunca tenemos paquetes con coloridos envoltorios debajo del árbol, ni tampoco calcetines colmados de golosinas como en las películas. En el mejor de los casos, nuestro padre nos da dinero mientras cenamos en Noche Buena.

También es costumbre en mi familia que los niños no crean en Santa. Nunca, ni siquiera cuando son pequeños. No nos llevan a sentarnos en su regazo en las grandes tiendas, ni tampoco aparecen regalos en nuestro hogar. De pequeño sospechaba que mis padres estaban aliados con el Grinch.

¡Maldición! Ni siquiera es una familia religiosa. Quizás de esa forma, al menos, podríamos conseguir que se preparara una cena decente en honor al niño Jesús.  De hecho, lo intenté. Cuando tendría más o menos ocho años, empecé a ir a la iglesia —decisión que sorprendió a toda la familia—. Pensé que de esa forma lograría convencer a mis padres de cenar juntos y bendecir la mesa. No funcionó.

Y como dije antes, diciembre llegó nuevamente, como llega todos los años. De la misma forma en que llegó cuando era pequeño, y al año siguiente y todos los años en medio hasta el día de hoy.

Quizás esta vez vaya a ser un poco mejor que en el pasado, porque intercambié regalos con mi mejor amiga. Ella sabe la historia de mis navidades y me ofreció pasar las fiestas en su casa, pero no puedo abandonar a mis hermanos. Este suceso es, quizás, un signo que preludia un cambio.

¿A quién quiero engañar? Sé que no es así.

Mis padres están ocupados y yo aún no soy lo suficientemente mayor como para conducir hasta la casa de mi madrina. Aún faltan varios ciclos antes que pueda tomar las riendas del automóvil para permitirle a mis hermanos festejar una verdadera Navidad. Tendré que esperar.

Aunque temo que la paciencia se me haya acabado hace años.

Odio las malditas navidades, mas no culpo a mis padres por ello. Ambos cumplen con su oficio. Tienen fechas de entrega y a veces no pueden siquiera dormir por tanto trabajo que se les acumula.

Diciembre es el peor mes para los escultores de lápidas. Entre accidentes y suicidios, no tienen tiempo de nada.

 

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