Esta es una historia de amor, de esas tan cotidianas y espontaneas que parecen estar colmadas de magia. Pero no encontrarán ni un solo hechizo entre Cecilia y Manuel, ni siquiera el más mínimo indicio de algo que pueda escapar a la rutina.
Todo comenzó en el atardecer de un otoño cualquiera, la fecha no es importante. Las veredas lucían sus modernas alfombras de hojas doradas, marrones y carmesí que aún no se habían secado luego de la llovizna matinal y parecían estar haciendo un gran esfuerzo por mantenerse adheridas a las baldosas. Algunos papeles con las típicas propagandas de profesores particulares, reparación de computadoras y depilación laser, volaban por las calles.
En una de las esquinas de San Telmo, no muy lejos de la Avenida Belgrano, trabajaba Manuel. Junto con su padre y con su abuelo, eran propietarios de una vieja librería de usados. No vendían ejemplares caros ni demasiado raros, sino que se especializaban en ediciones de la segunda mitad del siglo veinte. Tenían revistas y libros sin tapa, algunos incluso con las páginas pegadas con cinta.
Aquella tarde de sábado, se presentó en el local una turista, una joven uruguaya de apenas veintitrés años que había venido a conocer Buenos Aires con su familia. Mientras sus padres regateaban por el precio de antigüedades de gran valor, ella había decidido explorar la zona. No tenía expectativas al respecto. No le interesaba demasiado San Telmo y hubiese preferido pasar la tarde de compras en la peatonal.
Entre vidrieras con juguetes rotos y esculturas religiosas, se encontró con la pequeña librería y decidió que podría pasar un rato en compañía de las contratapas de las novelas.
—¿Busca algo en particular? —preguntó Manuel desde el mostrador del fondo. Estaba acostumbrado a tener el negocio vacío. Se la pasaba leyendo cualquier libro que tuviese a mano. Generalmente no los terminaba, simplemente abandonaba al cerrar el local y comenzaba con un nuevo título en su próximo turno.
—No. Solo estoy mirando —se excusó Cecilia. Le molestaba que en todos los negocios le hicieran la misma pregunta. A ella le encantaba explorar, internarse en el laberinto de estanterías (o perchas, dependiendo el negocio) y bucear entre los productos hasta encontrar algo que le agradase.
Pasaron cinco minutos, diez, media hora, dos horas. Manuel no la había visto salir, pero tampoco lograba divisarla desde el mostrador. Con cierta curiosidad, y temiendo que le hubiese robado algo, abandonó su posición y comenzó a recorrer los pasillos. Encontró a la chica sentada en el piso junto a una pila enorme de novelas románticas. Las tenía separadas en varios montones, posiblemente siguiendo cierto criterio de clasificación.
—¿La puedo ayudar con algo? —volvió a preguntar Manuel.
—No —dijo ella—. Sí —agregó luego en una contradicción.
El chico arqueó una ceja a la espera de la consulta.
—Supongo que no lo sabrás, pero ¿leíste alguno de estos libros? —Señaló la pila de ejemplares sin tapas—. Busqué los nombres en internet con el celular, pero son tan poco conocidos que no puedo encontrar la sinopsis.
—Dejame ver —contestó él amablemente. Se sentó en el piso junto a la chica y colocó la pila de libros sobre su regazo—. Rosas rojas para una dama —leyó el título en un susurro y sonrió. Sus ojos brillaron a través de sus anteojos—. Este lo leí hace poco, es bastante bueno, pero a la mitad se muere uno de los protagonistas y no sé qué pasará después porque me enojé y lo dejé ahí.
—¡No me cuentes tanto! —pidió Cecilia.
—Perdoná —se disculpó Manuel—, pero tomalo como una advertencia. Ese libro te va a poner de mal humor. —Agarró el siguiente, a ese también le faltaba la primera página así que ni el título tenía. El chico comenzó a leer el primer capítulo—. Este sí lo terminé. Bueno, casi —admitió—. Creo que te va a gustar, es una historia que pasa en Siberia sobre una chica que rescata a un explorador de otro país y aunque no se entienden, se enamoran.
Cecilia extendió la mano para tomar el libro y él se lo entregó. Las puntas de sus dedos se rozaron brevemente dándoles un pequeño choque de electricidad.
—Disculpá —dijeron al mismo tiempo, retirando sus manos velozmente. Sonrieron.
Se quedaron ahí, sentados en el piso hasta que el sol cayó y no tuvieron suficiente luz para seguir leyendo. Hablaron de libros que habían leído, se hicieron mutuas recomendaciones e intercambiaron correos electrónicos.
—Dejá, yo lo ordeno —dijo Manuel cuando vio que la chica quería acomodar los libros que no pensaba comprar.
—¿Seguro? Perdón, la verdad ni me acuerdo de dónde los saqué —se disculpó Cecilia.
La chica cargaba con una pila de doce o trece libros que él le había sugerido leer. Había entrado a la librería sin intención de comprar nada, y ahora no quería marcharse.
Entre sonrisas y palabras, pasó otra hora más con los libros reposando sobre el mostrador. Y hubiesen seguido charlando si el celular de Cecilia no hubiese sonado. Sus padres le pedían que se apurase porque era hora de ir a cenar.
Pagó por la mitad de los libros, los otros se los regaló Manuel.
—De un lector a otro lector. Porque si los pagás y no te gustan, me voy a sentir culpable que te los recomendé. —Fue su excusa. Colocó todo en una bolsa de papel azul y dejó caer dentro un par de señaladores con los datos del local.
—Nos vemos. Gracias —saludó ella.
—Gracias a vos —respondió él.
Manuel no le pudo quitar la vista de encima mientras se marchaba, embelesado por su largo cabello marrón, lleno de pequeños rulos que rebotaban a cada paso que daba.
—Cecilia —susurró él, pensándola en voz alta.
Ella lo oyó, pero no contestó. Con un leve sonrojo en su rostro, agachó la cabeza y cerró la puerta del local tras cruzar el umbral.
—Manuel —susurró la chica al haberse alejado unas cuadra, estando segura que él no podía oírla.
Las hojas otoñales ya estaban secas y crujían bajo los pies de los transeúntes.