Enamorados

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Se enamoraban de todo, de los detalles y de lo obvio. Se enamoraban de los gestos y las palabras. Se enamoraban de día o de noche; en el trabajo, en la calle, en un ascensor, un subte o la farmacia. Se enamoraban con facilidad, de voces y aromas, de lo que percibían y lo que intuían. Se enamoraban en pocos segundos, en un instante. Se enamoraban de lacios y rulos, de zapatos y pantuflas. Se enamoraban de una sonrisa, de una mirada o de cualquier cosa ordinaria que, ante sus ojos, era una manifestación surreal de lo divino. Se enamoraban con cada paso que daban, en cada lugar que estaban. Se enamoraban de lo lógico, de lo absurdo y lo bizarro. Se enamoraban de lo sutil, lo grotesco y lo exagerado. Se enamoraban de la imposibilidad de enamorarse. Siempre se enamoraban.

Un hombre que se enamoraba de las mujeres, de sus altos tacones, sus botas, zapatillas, chatitas, sandalias y alpargatas. Se enamoraba de rubias y morenas, pelirrojas y teñidas; se enamoraba también de las de cabello fluorescente en colores fantasía. Se enamoraba de ojos claros y oscuros, maquillados y lavados, con ojeras y arrugas. Se enamoraba de altas y de bajas. Un hombre que se enamoraba de las minifaldas, los pantalones y las calzas. Él se enamoraba de las atrevidas, las deportistas y las estudiosas. Se enamoraba de muchas mujeres; de las que veía en el trabajo, las que se sentaban a su lado en el transporte público y las que le dedicaban alguna curiosa mirada por la calle. Era un hombre enamorado del amor, enamorado de la feminidad. Un hombre que no discriminaba a nadie, ni a las delgadas ni a las rellenas. Eran todos amores fugaces, pasajeros e imposibles. Se enamoraba de mujeres que no volvería a ver. Su vida era una tragedia amorosa de la utopía sin fin. Se enamoraba diariamente. Se enamoraba de su secretaria, de la portera, la chica de la limpieza, la recepcionista y de su abogada. Se enamoraba de jóvenes y mayores, de solteras y casadas, viudas y divorciadas. Él era un hombre que se enamoraba.

Y ella era una mujer enajenada que vivía en su propio universo. Una mujer que existía para enamorarse, que buscaba al hombre perfecto en todas las miradas masculinas. Una mujer que se enamoraba de todos los perfumes que olía; los caros, los baratos y hasta del desodorante de vainilla. Se enamoraba de hombres con ropa de marca y de aquellos con camisetas gastadas, sucias y agujereadas. Se enamoraba tanto de los musculosos como también de los andróginos, de los profesionales y de aquellos que habían abandonado el secundario. Se enamoraba todo el tiempo y analizaba cada gesto que hacían, sus voces, sus tonadas, sus palabras y sus miradas. Escrutaba cada movimiento y detalle, anillos y relojes que llevaban. Se enamoraba de sus manos, de su piel y su cabello. Le gustaban de igual forma caucásicos y morochos. No importaba si no hablaban su idioma, ella se enamoraba del extraño acento. Se enamoraba, principalmente, en la universidad de profesores y de alumnos. Se enamoraba del intelecto y la ignorancia. Una mujer enamorada de los más rudos y los más indefensos. Se enamoraba de los músicos, los poetas y los carniceros. Una mujer que se enamoraba de cientos de hombres por semana. Eran amores irreales, imposibles. Se enamoraba de todos pero nunca encontraba al hombre perfecto del cual enamorarse.

Ambos se enamoraban en una misma ciudad. Se enamoraban inocentemente. Se enamoraban, pero eran tímidos. Se enamoraban, pero con la cabeza baja se alejaban de los demás. Se enamoraban como una rutina; se enamoraban y sentían mariposas. Se enamoraban del mundo entero hasta que se enamoraron entre ellos.

Se enamoraron de esa mirada desesperada en busca del amor verdadero. Se enamoraron del amor que intuían en aquella otra persona que también se enamoraba. Se enamoraron. Se enamoraron y no fue pasajero. Se enamoraron una tarde en el subte. Se volvieron a enamorar una mañana en la calle. Se enamoraron el fin de semana en un bar y, poco después, en un café. Se enamoraron una y otra vez en distintos tiempos y espacios. Se enamoraron día tras día, varias veces por semana. Se enamoraron tanto que olvidaron la imposibilidad de enamorarse. Se enamoraron al punto de encontrar en el otro la perfección que buscaban en rostros desconocidos. Se enamoraron en su primera conversación en el subte D y tomando un café en el Abasto. Se enamoraron también en la larga fila del banco y en un local de electrodomésticos. Se enamoraron de sus gustos en común, de los libros que habían leído y los actores que admiraban. Se enamoraron también en un recital en la cancha de Vélez. Se enamoraron por casualidad, por causalidad, por el destino. Se enamoraron poco a poco mientras dejaban de enamorarse del resto.

Esta es la historia de un amor verdadero entre dos personas que nacieron para enamorarse; de aquellos que, sin saberlo, se necesitaban.

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