Las clases en la UBA han sido siempre multitudinarias. En las peores materias suele haber más de cien alumnos en aulas para treinta. ¿Cómo? Es parte de la magia de la educación pública; es parte del realismo mágico argentino que a veces escapa a la literatura y se cuela en la vida cotidiana de los porteños.
Con tantos jóvenes apretujados en espacio reducidos, en ocasiones se forjan amistades, pero otras tantas veces uno se siente asfixiado ante la enorme cantidad de rostros que se cruzan frente al nuestro. Sabemos que es imposible recordarlos a todos, aunque más de una persona osada lo haya intentado en el pasado. Y como varios no quieren quedar mal con nadie, prefieren tan solo ignorar al resto.
Ese era el caso de Tincho. Desde su primera clase en la universidad, había asumido que toda posible relación con otros alumnos iba a ser perecedera y que no valía la pena preocuparse por el resto. Ya tenía a sus amigos del secundario, a los pibes del club y a los de su banducha independiente. No necesitaba forjar nuevas amistades con personas a las que era posible que viese por apenas un par de meses.
Se había resignado a cursar periodismo en soledad, con apenas alguna que otra conversación ocasional sobre el clima o sobre las fotocopias que tenían que leer.
Es por ello que la rubia del fondo del salón no le había llamado la atención durante el primer cuatrimestre ni tampoco en las primeras semanas del segundo. Se trataba de una chica más entre las tantas otras que estudiaban con él.
Su rostro era pálido como una vieja taza de porcelana china agrietada. Sin importar el clima, levaba siempre un largo tapado negro que contrastaba con su cabello dorado. Se sentaba en el último pupitre del viejo salón de clases y anotaba en silencio lo que recitaba el profesor de la única materia que compartía con Tincho.
No era gótica ni punk, pero siempre vestía de negro, como una sombra ausente y muda que observaba, distante, el lento avance de las agujas del reloj; al igual que una versión postmoderna de la parca, siempre oscura y latente, observando con paciencia el efecto del tiempo en los humanos.
No hablaba nunca con sus compañeros ni discutía con los profesores. El timbre de su voz era un secreto bien guardado.
Ella era como una estatua renacentista, con sus perfectos atributos ocultos bajo la sombra de la incertidumbre. Imperturbable.
El cambio de mentalidades arrancó un viernes por la tarde. Tincho oyó el nombre de la extraña cuando el profesor de literatura hizo la devolución oral de los textos presentados la semana anterior: Rufina.
La particularidad de la nomenclatura llamó la atención del distraído muchacho que volteó, casi sin pensarlo, para ver a quién le pertenecía semejante aberración de lo anticuado. Esperaba encontrarse con una anciana, pero se sorprendió al notar por primera vez la presencia de la rubia.
El profesor elogió su texto. Fue el único que recibió una devolución oral frente al resto de la clase. Al parecer, el docente estaba asombrado ante la metafórica ironía sobre la felicidad de una pizza con aceitunas y el significado de la alegría superficial predominante en la sociedad contemporánea.
O algo así. Tincho estaba demasiado embelesado como para comprender lo que ocurría. No sé si haya sido amor a primera vista o qué, pero algo en su interior le decía que nunca olvidaría el nombre o el rostro de la muchacha.
Rufina permanecía tan inmutable como la escultura del cementerio de la Recoleta que llevaba su mismo nombre. Apenas si esbozó una leve sonrisa a modo de agradecimiento ante las palabras del profesor. Su voz, continuó siendo un secreto.
Tincho quedó hechizado. Flechado. Era la mina más linda que había visto en mucho tiempo y, casi sin notarlo, comenzó a prestarle atención.
Poco a poco descubrió su apellido, su edad y otros tantos datos menores, pero la voz de Rufina continuaba sin asomar durante el período de clases. Entraba en silencio y se marchaba en silencio. No conversaba con otros alumnos, no recibía llamados telefónicos.
Tincho se preguntaba si la voz de aquella chica seria suave como una brisa de verano o sensual como una melodía de jazz —en algún momento incluso temió que fuera muda—. Se pasó semanas observándola, deteniéndose en cada detalle de sus movimientos, analizándola sin encontrar lo que buscaba. ¿Qué buscaba? No lo sabía, pero le atraía el desconcierto o quizás necesitaba una excusa para cubrir la verdad: no tenía los huevos suficientes como para encararla.
Tincho se repetía en su cabeza que temía romper el encanto de aquella fantasía utópica e inverosímil. Lo paralizaba el miedo a la decepción, a la desilusión casi inevitable en el momento que Rufina abriera su boca. Le asustaba alcanzar lo inalcanzable, humanizar lo que consideraba divino y develar los misterios que deberían permanecer incógnitos.
Si le hablaba, aquella perfecta idealización que su mente había creado se desvanecería, al igual que un reflejo en el agua de un charco que alguien acaba de pisar.
Rendido ante la imposibilidad de una conversación en los pasillos, Tincho la buscó en las redes sociales, sin encontrarla. El nombre era más común de lo que él creía y los resultados arrojaban demasiados perfiles en su mayoría sin fotos.
Las semanas se volvieron meses y pronto llegó el último día de clases. Era posible que nunca más fuesen a compartir una materia. Había llegado el momento decisivo, la última oportunidad.
Desesperado, Tincho juntó valor y le pidió a Rufina su número de teléfono. Ella sonrió y le escribió los datos en la palma de la mano con una lapicera roja. No dijo nada. Se despidió con beso en la mejilla y se marchó.
Tincho, ansioso, le envió un mensaje esa misma noche invitándola al cine al día siguiente. Y ella aceptó.
Cuando se encontraron, él le pidió un favor. Le rogó que no hablase todavía, que mantuviera su voz en secreto por un tiempo más para poder así continuar con la incertidumbre, con la inmadura ilusión de misterio que lo atraía de forma superficial. Algo en el interior de Tincho le decía que a Rufina tenía que amarla sin conocerla, sin comprender sus misterios.
Como la felicidad de una pizza adornada con aceitunas, lo que le atraía era lo que podía ver, el sabor no importaba.