Anotaciones: Sin sentido

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La vida es una ironía constante que con sus vaivenes nos demuestra —y recuerda— una y otra vez que nuestras acciones no tienen sentido, que cada una de las preocupaciones humanas son tan solo ridiculeces.

Yo, por ejemplo, conocí a una señora muy humilde de esas que se pasan el día entero en su casa, limpiando y ordenando la nada. Una mujer viuda que vivía sola y se pasaba los días obsesionada con cada pelusita y miguita que veía a su paso.

Esta señora vivía en la vereda de enfrente y podía verla siempre desde la ventana de mi cocina.

Se despertaba al alba y, con el camisón blanco aún puesto, se ataba un pañuelo alrededor de la cabeza llena de ruleros y salía a baldear la vereda hasta que no quedara ni un gramo de polvo. Claro está que para el mediodía ya estaba todo tan sucio como antes y que, en ocasiones, esto llevaba a un nuevo balde de agua y jabón sobre las baldosas.

Cuando terminaba con el aseo matutino, ponía a lavar toallas y manteles que quizá nadie había usado en todo el día. O sea, vivía sola y lavaba cada tarde todo lo que se le cruzara por el camino. No quiero ni imaginarme cuánto gastaba en agua y electricidad.

Mientras el lavarropas funcionaba, ella tomaba un descanso. Se cebaba un par de mates amargos sentada en una reposera frente a su casa, volvía a entrar apenas terminaba y limpiaba la bombilla con detergente de aroma a manzana verde —siempre que te convidada un mate, tenía gusto a manzana—.

Las tareas siguientes eran: barrer las alfombras con una escoba tan vieja que tenía ya el mango torcido, aspirar los sillones y lustrar los muebles con ahínco. Revisaba varias veces cada rincón e incluso le pasaba un trapito húmedo al florero que tenía sobre la mesa.

Una vez por semana, llevaba las cortinas y frazadas al lavadero. ¡Y bañaba a sus mascotas! Tenía dos gatos y un perro chihuahua de esos que parecen ratas peladas. Los metía en un balde en el jardín y hasta les cepillaba los dientes a los pobres bichos que no paraban de quejarse. Era el concierto de los domingos por la mañana cuando todo el barrio intentaba dormir.

No, no extraño a esta señora. ¡Ni su nombre me aprendí! Era doña algo, ¿Choli? ¿Pocha? Da igual.

Como comprenderán, esta vecina mía tenía un sinfín de manías con respecto a la limpieza. Demasiadas, diría yo. La única vez que entré a su resplandeciente e impecable hogar para ayudarla a enchufar su computadora nueva, me asusté. Me ofreció un alfajor de maicena y, apenas lo terminé de comer, entró corriendo con la aspiradora y hasta revisó que no me quedaran migas en las suelas de mis ojotas.

¡Estaba pirada!

Casi no salía de su casa, salvo que fuese para comprar verduras y artículos de limpieza. Su familia mucho no la visitaba y tenía escasos amigos con los que se comunicaba por carta o por teléfono. Y sí, esto también lo sé gracias a esos detalles típicos del barrio. Lo primero me lo contó el cartero al pasar, una tarde de verano; lo segundo lo podíamos escuchar en toda la cuadra porque estaba un poco sorda y hablaba a los gritos.

Supongo que al menos “se entretenía” con algo, como decía su hija.

La cuestión es que esta señora un día falleció. No fue una tragedia ni nada fuera de lo ordinario: estaba vieja.

Todos los vecinos fuimos invitados al entierro, y nos enteramos luego que doña comosellamara se convirtió en cenizas que la familia puso encima de la mesita ratona de la casa dónde alguna vez vivió. Allí se mudaron en poco tiempo uno de sus sobrinos mayores con su mujer y tres hijos pequeños.

Como se podrán imaginar, la casa no duró limpia mucho tiempo, y una tardecita de verano las cenizas se volcaron sobre la alfombra.

Quién hubiera dicho que la señora que tanto limpiaba se convertiría en polvo que alguien barrería con su vieja escoba, la del palo torcido.

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