Su historia fue fugaz. Terminó cuando recién empezaba. Comenzó poco antes de culminar. Fue un poema de escasos versos, un haiku entre tantos otros. El de ellos fue un romance corto, breve. Tan efímero cómo un caramelo que se deshace en la boca, o cómo el sueldo a principio de mes.
Inició con un saludo usual y vacío, un “Buenas tardes” pasajero entre desconocidos que se encontraban por primera y única vez al atardecer de un viernes, en el tren. La relación duró poco, marchitándose luego de unos cortos minutos. Se extendió durante la distancia entre cinco estaciones del ferrocarril. Fue algo breve y perecedero.
Se conocieron al preguntarse la hora, se despidieron mientras discutían sobre un escritor contemporáneo poco conocido que ambos admiraban.
Él, pelirrojo con el pelo enmarañado y el rostro cubierto de pecas. Ella, rubia con labios carmesí y lentes cuadrados. Se enamoraron entre miradas y sonrisas, entre palabras y gestos. Vivieron un evento único e irrepetible. Quizás casual, quizás causal.
No supieron sus nombres ni intercambiaron teléfonos. Tampoco se volvieron a encontrar, sin importar cuantas veces intentaran tomar el mismo tren, otros viernes por la tarde, cuando el sol comenzaba a esconderse. Cada semana, recorrían los vagones, al igual que almas en pena, sin hallarse, condenados al desencuentro.
Si, fue una historia fugaz cómo un parpadeo, tan breve cómo un libro de dos páginas; momentáneo, al igual que un estornudo; un amor pasajero que dejó huellas en ambos. Un romance que pereció ante la imposibilidad del reencuentro y se convirtió en un recuerdo hermoso pero corto.
La de ellos fue una historia efímera.
Efímera pero, real.