Nunca olvidaré aquel día en el que aprendí a ver el mundo de otra forma.
Todo comenzó a eso de las diez de la mañana, cuando un molesto rayo de sol apuntó a mis ojos a través de la ventana, obligándome a abandonar el mundo de los sueños, justo a mitad de una excelente aventura en un barco pirata. En vano intenté continuar con la travesía porque mi estómago recordó que necesitaba comer algo.
Con el usual humor de estar recién levantada y con el cabello peinado al estilo nido de pájaros, fui a la cocina a prepararme un té de jazmín y un par de tostadas con manteca. La rutina usual.
Mientras el agua hervía, me lavé la cara e intenté cepillarme el pelo para que dejara de ser nido y se convirtiera en escoba de bruja.
Ya con el desayuno en mis manos, regresé a la habitación y encendí la computadora. Abrí el explorador y me dispuse a revisar mi casilla de correo, al igual que lo hacía cualquier otra mañana.
Entonces lo descubrí. No había internet.
Frustrada, probé todos los métodos técnicos aprendidos hasta el momento: reiniciar la computadora, reiniciar el modem, patearlo, tirarlo por la escalera, enchufarlo de nuevo y rezar; luego hice lo mismo con la CPU, tomé un poco de té y me frustré aún más por no tener el teléfono del servicio técnico.
Sin nada más que hacer, agarré mi celular. Se había quedado sin batería. Lo enchufé al cargador y me olvidé por completo de revisarlo más tarde.
Privada de cualquier tecnología que no fuese el aire acondicionado —que gracias a Dios aún funcionaba—, decidí leer un libro. Tenía más de cincuenta esperando su turno. Pero pasado un rato me aburrí.
Me senté nuevamente frente a la computadora, terminé de tomar mi té y abrí un documento nuevo para empezar a escribir. Para este entonces ya había pasado el mediodía.
Nada. Mi mente estaba en blanco.
Debatí con mí misma por un buen rato, considerando opciones desesperadas como jugar con el gato, darme una ducha, o incluso lavar los platos. Pero nada de ello podría satisfacer mi necesidad de ocupar la gran cantidad de horas libres que me quedaban por delante y que de haber tenido internet podría simplemente utilizar jugando online.
Y recordando mi aventura pirata de la noche anterior, decidí iniciar una búsqueda del tesoro un tanto peculiar, modernizada.
Me coloqué el atuendo indicado para la ocasión: guantes, barbijo y piyama. Luego tomé mis armas: plumero, escoba, trapo y productos de limpieza. Era hora de recorrer la casa en busca de monedas perdidas entre los almohadones del sillón, debajo de la alfombra, al fondo de los cajones y en sitios un poco menos convencionales.
Ahora tenía una misión, encontrar el tesoro escondido en mi propia casa.
Para mi sorpresa, de los escondites salieron no solo monedas, sino también un par de billetes, lapiceras, pañuelos usados, una lima de uñas y objetos que consideré perdidos por varios años. Cada parte del tesoro la colocaba en una cajita de fósforos que había encontrado abajo del sillón.
El tiempo pasó sin que yo lo notara. Y en algún momento la luz natural ya no bastó y tuve que encender un velador. Para ese entonces, la cajita me había quedado chica y estaba colocando el dinero en una lata de galletitas.
Cuando mi marido regresó del trabajo, me encontró más sucia que Cenicienta, con la ropa y el pelo lleno de polvo y pelusas. Estaba en medio de un fiero combate contra una regla atascada detrás de la heladera.
Sorprendido, me preguntó que ocurría y le expliqué la situación. También le mostré el tesoro llena de orgullo. De mi aventura había rescatado suficiente dinero como para comprarme un nuevo libro. Además, tenía una bolsa llena de objetos curiosos que habían permanecido escondidos por quién sabe cuánto tiempo, quizá incluso desde antes que nosotros nos mudáramos a esa casa. Por último, tenía un par de bolsas llenas de basura que se había acumulado en lugares que normalmente no limpiaba.
Pero mi marido, lejos de estar orgulloso, me dijo que era una ridícula y me mandó a bañarme porque mi pelo parecía ahora una telaraña gigante.
Sin reprochar, me duché mientras él llamaba al servicio técnico. Y para cuando salí del baño, internet funcionaba normalmente.
Sin embargo, en vez de revisar el correo electrónico o jugar online, abrí un nuevo documento en el que decidí escribir mi aventura.
Ah, por cierto. Esa noche cuando cerré mis ojos pude regresar al barco pirata y encontrar el tesoro que estaba buscando en mi sueño anterior.